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Los Plástico

 /  ago 2, 2019 Lectura de 12 Minutos  /  Activism

En la isla de Selkirk donde no hay comunicación, las historias y tradiciones se conocen compartiendo con la gente. Aquí Lea va conociendo más sobre este lugar con Memo, un pescador local. Photo: Daniel Russo

Esto suena como un entretenido viaje a una pequeña isla en el mar chileno. Pero es mucho más que eso, también está la pasión de una comunidad pesquera súper unida, comprometida con la protección de la exuberancia natural de Selkirk y la abundante vida sobre y bajo la superficie.

Los Plástico

Durante un reciente viaje a Punta de Lobos, mi colega embajador de Patagonia, Pato Mekis, propuso la idea de visitar Selkirk, la isla menos explorada del archipiélago de Juan Fernández ubicada a 643 kilómetros de Chile en la latitud de Santiago. Él ya había estado ahí dos veces con su hermano Fede y su primo Lucas, para producir el hermoso documental “Más fuera”. Las islas fueron declaradas Parques Marinos y Áreas Marinas Protegidas oficialmente en marzo de 2018, y Pato quería que experimentáramos la particular visión de la comunidad pesquera local que luchó por la conservación de la biodiversidad que le da forma a un estilo de vida tan especial. Si bien surfear es nuestra principal “excusa”, nuestra tripulación –Ramón, Kohl, Pato y yo– tiene una fuerte conexión con las comunidades costeras que perpetúan sus tradiciones de manera renovable. Somos Los Plástico, el sobrenombre que recibieron los primeros visitantes que llegaron del continente en 1966, y que trajeron con ellos distintos artículos hechos con plástico de un solo uso.

Compartir es cuidar

Llegamos a Selkirk a bordo del Tío Lalo tras 14 horas de viaje desde la isla Robinson Crusoe. Mientras esperamos el amanecer, para encontrar la ensenada donde está asentado el pueblo, un pequeño bote de madera que lleva trampas en la cubierta se aproxima a nuestra embarcación y un pescador veterano que viste un mameluco naranja me alcanza un pastel. “Mi mujer les da la bienvenida”, dice. Pasamos nuestro equipo a su bote y nos dirigimos a la costa, donde una docena de hombres fuertes tiran de la cuerda para guiar al bote hasta una básica plataforma de desembarco hecha de troncos y adoquines. Veo a una mujer de pie en un costado. Vero tiene la misma chispa en los ojos que el pescador del mameluco naranja. Todo en ella transmite simpatía. Comprendo que ella es la mujer del pastel y me acerco para darle las gracias. Me explica que eso es parte de su comunidad, compartir como una forma de preocuparse los unos de los otros. Vero ama su vida en la isla. Este año se cumplen 12 temporadas de pesca en que ella y su compañero vienen para quedarse de octubre a mayo. Me cuenta de su vida sencilla, con tiempo, sintiéndose cerca de la naturaleza, como una comunidad pequeña donde no se deja a nadie de lado. Su pequeña casa es el mejor nidito de amor. También lo es su huerto, un exuberante jardín de vegetales. Porotos verdes y zapallos trepan por los muros de piedra, mientras que los tomates cherry, las lechugas, la albahaca y los ajíes crecen libremente. Esta parcela de plantas dispuestas azarosamente son un tesoro en una isla remota. Y voy a descubrir que la comunidad sabe un montón sobre autoabastecerse de alimentos.

Los Plástico

Más de 15 horas navegamos en La Tío Lalo desde la isla de Robinsón Crusoe para llegar a Selkirk. El difícil acceso a esta remota isla es algo que a la vez la protege y mantiene prístina. Photo: Daniel Russo

No son papas

Para llegar hasta allá se necesita alguien como Alejandro “Negro” Compte, que sepa de cuerdas. Los pescadores Toño y Chiqui nos mostrarán los alrededores en su bote Popito. Nacido en la isla, Toño es el capitán y Chiqui, su compañero, ¡solía ser futbolista profesional! Ambos tienen una pregunta irresistible, ¿si me gusta su isla? pero en realidad no logran esperar la respuesta para decirme que no hay otro lugar en el que preferirían estar. Sus rostros lucen genuinas sonrisas y la misma chispa en los ojos. Mientras transferimos langostas desde las trampas al bote, me muestran cómo sostenerlas apropiadamente y bromean, “no son papas Léa, hay que tener cuidado”. La captura de la langosta es la única actividad comercial en Selkirk. Su pesquería es la única en Sudamérica que cuenta con la certificación del Marine Stewardship Council, una

designación ecológica que asegura un origen bien manejado y ambientalmente sostenible. En la práctica, significa que la temporada de captura se detiene por 4,5 meses cada año, durante los cuales toda la comunidad abandona la isla. La caparazón debe tener 115 mm de largo, solo los pescadores artesanales licenciados que residen en la isla están autorizados para pescar, y utilizan unidades de pesca pequeñas. Trampas de madera hechas a mano se usan para capturar las langostas que son exportadas vivas a China o Francia. Se venden a un precio más alto, lo que asegura mejores condiciones de vida para las familias. ¡Los contenedores son retirados a mano de hasta 150 brazas de profundidad al final de cada temporada!

Ceviche para el almuerzo

“Léa, ¿puedes traer el almuerzo por favor?”, me dice Ramón con una sonrisa entusiasta, sabiendo que lo único que quiero es meter la cabeza bajo el agua. Cientos de pequeños peces comienzan a rodearme rápidamente tras mi inmersión, muchos de ellos totalmente nuevos para mí ya que el 83% son endémicos del archipiélago. Al poco rato,  tiempo suficiente para que mi instinto depredador se encendiera, las primeras vidriolas comienzan a aparecer. Esta especie de cola amarilla es particularmente elegante, con una línea amarilla que la cruza desde la cabeza a los labios. Debo decir que es difícil matar a un animal tan hermoso, pero no tenemos más planes de almuerzo para el resto del viaje y, de todos modos, hace sentido comer aquello que es naturalmente abundante, sano y que se obtiene localmente. Solo tengo que encender mi modo de cacería y dejar que la naturaleza haga lo suyo. Dejándome llevar, apunto a una de tamaño mediano que será perfecta para el ceviche. El pez es fuerte y lucha por su vida. Mientras nado con mi presa contra la corriente que me alejó de la costa, veo más Seriola Ialandi nadando hacia mí, enormes, justo por debajo de la superficie, obviamente observando a su amigo que será nuestro almuerzo. Ahora tengo un conjunto de colas amarillas debajo mío. Les doy las gracias, en serio. Tomaremos turnos para esta pequeña rutina, bucear el almuerzo, filetear el pescado en la cubierta y ponerlo en una olla vieja y abollada, exprimir un par de limones, rallar algo de jengibre y cucharear con nuestras saladas manos para satisfacer el hambre por lo salvaje.

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Parte de nuestro objetivo fue explorar olas en Selkirk. Las condiciones en la isla son muy cambiantes pero eso hace la búsqueda aún más entretenida. Photo: Daniel Russo

En modo avión

Estoy sentada sobre un montón de pallets de madera mirando la puesta de sol y disfrutando una cerveza Escudo. Ariela se sienta a mi lado. Estoy curiosa por saber más de su vida en la isla. Comenzó a venir con su padre y ahora con su compañero, perpetuando la tradición familiar de la captura de la langosta. En la conversación menciona que extraña al resto de su familia de la isla Robinson Crusoe, pero sigue viniendo por su compañero y su hijo de 11 años, quienes están comprometidos con su vida insular. Las palabras de su hijo parecen las de un espíritu viejo cuando dice cosas como “La vida está afuera, no en la TV” o “En Selkirk puedo experimentar la verdadera libertad”. Samuel es uno de los 12 niños que viven en la isla y que comparten una escuela con una sola sala de clases. Quiere ser pescador de langosta también pero su madre parece desaprobar la idea. En mi interior puedo comprender ambas visiones, la libertad total de un niño vivaz y la esperanza de la madre por un futuro con más seguridad. Puedo vincularme con la mirada visionaria de este niño tanto como mi instinto maternal entiende que no es tan simple criar una familia en un entorno tan remoto, desconectado de un mundo que cambia rápidamente, sin teléfono o internet. Por mucho que sueño con pasar tiempo en lugares como Selkirk, me pregunto si es que abrazaría una vida que impone un ritmo tan diferente.

Chivo sobre cordero

Los chicos están asando un cordero que llegó del continente para darse un gusto. Estamos picoteando la carne, cocinada a la perfección y delicadamente cortada. Los locales son cazadores y, por lo mismo, tienen un íntimo respeto por la vida que nos alimenta. El pasar por todo el proceso de matar un animal para comer entrega una perspectiva decisiva de lo que significa poner carne sobre la mesa. La gente aquí caza el chivo, un tipo de cabra introducida que vive de forma salvaje en las montañas y es el principal depredador de la flora y fauna endémica. Los hombres salen en campañas de un día o dos por las empinadas montañas y regresan con una o dos cabras. Lo destripan, desuellan y lo dejan madurar por un par de días antes de que esté listo para ser cocinado. Ariela, mi nueva amiga, me pregunta si me gusta el cordero. Me chupo los dedos ruidosamente y pongo los ojos en blanco para asentir. Ella dice que prefiere el chivo. Su respuesta me sorprende. He conocido pocas personas que prefieren comer su oferta local de carne o pescado por sobre un manjar exótico. Pero lo que dice tiene sentido, los animales salvajes saben mejor aunque haga falta un paladar especial para disfrutar su sabor. Lo que entiendo aquí es que el gusto puede ser educado. Y que elegir la comida basados en razones éticas sí que sabe mejor. Valores firmes son los que conducen a la comunidad con un propósito centrado en la vida real y un sentimiento de realización.

Los Plástico

La comunidad de Juan Fernández es un ejemplo de pesquería sustentable. El manejo de la langosta principalmente les ha permitido cuidar su recurso para las futuras generaciones e impulsar la creación de grande parques marinos. En la. Foto “Toño González” nos muestra la medida de la langosta. Photo: Daniel Russo

Sonar la campana

Rápidamente identifico a ese básico muelle como el centro de la comunidad. Cuando llegan los víveres, una cadena humana aparece naturalmente para distribuir los bienes, gritando nombres y bromeando unos con otros. La comunidad está enclavada en un valle en la costa suroeste de la isla y está conformada aproximadamente de 30 hombres, 10 mujeres y 12 niños que pasan aquí cada temporada, desde octubre a mayo, sin retornar a Robinson Crusoe. Hay una pequeña capilla y una cancha de fútbol para transpirar y reunirse en los días de descanso. Los árboles muertos le dan al pueblo una atmósfera escalofriante hasta que comprendes que son eucaliptos invasivos envenenados a propósito para proteger a la flora y fauna endémicas. Casas de madera han sido construidas a ambos lados el río y al rededor de un rústico muelle de adoquines, que cuenta con un huinche eléctrico que se usa solo para los últimos metros del proceso de acarreo. Todo lo demás se hace a mano. Los grupos se juntan a las 7 am para echar los botes al mar y comenzar el trabajo del día. En las tardes, alguien hace sonar la campana como un llamado de ayuda para comenzar el proceso de arrastre. Las tareas difíciles son compartidas con un entusiasmo conmovedor. Ellos lo describen como un trabajo comunitario, pero en realidad es genuina hermandad.

Lo ético sabe mejor

Las mujeres de la isla tienen una rutina para recoger murtilla los domingo. Una empinada caminata desde el corazón de la villa las lleva en un par de horas a un invasivo matorral de berries. Hacen frascos de mermelada de un rojo oscuro para mejorar la dieta diaria que es más bien pobre en frutas. Le da sabor a los pasteles y a las rebanadas del típico pan chileno blanco, redondo y plano. Sonrío cuando mencionan que el arbusto de la murta no es nativo porque entiendo que al recolectar esta especie invasora, ellas quieren proteger la biodiversidad de la isla que aman y que esa forma de activismo resulta en una mermelada aún más sabrosa. Estas alegres caminatas son una oportunidad para observar parte de las 130 especies endémicas de plantas y aves, de las cuales 32 se encuentran bajo amenaza. Los isleños deben tener una especie de afiliación con los espíritus de la vida silvestre nativa.

Llegó el momento

El momento especial llega antes de que el sol siquiera salir en el cielo violeta. Los muchachos me hacen un gesto, “tu turno Léa, ¿estás lista?”. La ola es enorme, sus 5 o 6 metros revientan bien adentro y está permanentemente azotada por fuertes ráfagas de viento. Nunca había entrado en moto con condiciones como estas. Bueno, ¡nunca había entrado en moto! Ramón maneja el jet ski, todo lo que tengo que hacer es mantener control de mi estrés y estaré bien. Todo lo demás es instintivo. No quiero decepcionarlos, porque ellos me trajeron aquí, a esta aventura impresionante. Hacemos un círculo al rededor de la zona de despegue un par de veces hasta que llega el momento preciso. La velocidad me ayuda a esquivar los baches y cuando siento la energía de la ola dejo ir la cuerda y recuerdo lo que amo hacer, descender por grandes paredes de agua, sentir cómo me lleva el océano. Silba, ruge detrás de mí. ¡Ese sentimiento! ese sentimiento es increíble. Detrás del jet ski abrazo a mis amigos con tanta gratitud por haber compartido sus conocimientos y su hermandad conmigo, y regalarme la primera hola del día.

Un sueño

Imagina el azul eléctrico del océano Pacífico. Las olas que se elevan por sobre nuestras cabezas envuelven las costas rocosas. La espuma baila entre infinitas sombras turquesa. Cierra tus ojos, estás corriendo una de esas olas, siente la velocidad, abraza el momento, gigantes paredes de rocas volcánicas te miran desde lo alto en sus túnicas de hierba dorada que brilla con el sol. Cuando abres los ojos, estás solo tú “y unos cuantos amigos”, como dice la canción de Jack. La hermandad nos cae encima con cada ola. Te descubres gritando de emoción y ese momento se alarga en un recuerdo de por vida.

Un legado de conciencia ambiental

Felipe Paredes tiene la visión que esperaríamos que todos los políticos tuvieran. El ex alcalde, y el más joven, del archipiélago de Juan Fernández este año regresó a sus raíces como pescador de langosta en Selkirk, donde de niño aprendió todo sobre el balance entre el Hombre y la Naturaleza. Apasionado con el surf, antes que todo es un apasionado de su isla y su comunidad. Padre de tres, toda su energía está enfocada a dejar una herencia cultural y recursos naturales vivos para las generaciones venideras. Sus principales logros son el Área Marina Protegida al rededor del archipiélago, que mejora tanto los ingresos de los pescadores y el manejo de las pesquerías con la certificación MSC para la pesquería de la langosta, y la organización de un acabado ciclo de reciclaje en la isla. Todo esto no viene de un solo hombre, pero se necesita un líder para reunir las energías y al parecer él fue el indicado. Cuando limpiamos la costa con nuestra enorme bolsa “Parley”, puedo ver la gratitud en sus ojos junto a un toque de emoción. Estamos sacando la basura de su propio corazón.

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Lea navegando entre Robinsón Crusoe y Selkirk. Photo: Daniel Russo

Mensajero del amor

Mi última hora en la isla la pasé puliendo un lobo gravado en coral negro hecho por David, un científico local. Es momento de partir, el bote está lleno y mi corazón también. Voy a necesitar al menos un mes o dos para comprender completamente todo lo que está pasando aquí. Y necesitaría muchas más palabras, algunas en francés también. Todos intercambian cálidos abrazos en una danza, alguien me entrega una carta cuidadosamente envuelta en plástico para protegerla de la brisa marina. Botamos la embarcación y tras unos minutos sentada miro el dibujo a lápiz del pajarito en peligro de extinción Rayadito de Más Afuera que estaba en el sobre y me pregunto por qué hemos avanzado tan rápido sobre el mundo, por qué ya no escribimos cartas de amor a mano ni luchamos por lo que realmente importa, el Amor y la Naturaleza.

Finalmente, surfear una ola grande no era el tesoro que estábamos destinados a encontrar. Fuimos elegidos para descubrir que una comunidad puede cambiar su propio destino al unirse y proteger lo que es más preciado para su bienestar y sostenibilidad.

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