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Mares emergentes

Lauren L. Hill  /  abril 26, 2022  /  Lectura de 11 Minutos  /  Surfing

Explorando la maternidad y el juego significativo

La autora Lauren L. Hill y su hijo Minnow disfrutan uno de esos momentos que no hay que dar por sentados. Foto: Ted Grambeau

Acabo de montar una ola por primera vez en seis meses, el tiempo más largo que mi piel ha pasado sin sentir el agua salada desde que era niña. Es un día soleado de primavera, han pasado dos meses desde el complicado nacimiento de mi hijo. Pequeñas olas se desarman sobre nuestra punta local y por fin tengo el alta para hacer ejercicios. A medida que remo hacia dentro, los kilos extra hunden mi cuerpo en formas desconocidas. Después de dos décadas de surfear, tengo que volver a revisar mi balance y me bamboleo mientras mis manos se vuelven a familiarizar con los movimientos del remo.

Estoy feliz y entusiasmada, pero al mismo tiempo adolorida y débil. Entonces entiendo por qué tantas personas dejan el surf después de tener hijos. Mi remo no es limpio, a la musculatura de mis muslos le cuesta ponerme en pie más que antes y por un momento lamento haberme sentido alguna vez fuerte y eficiente en este espacio. Ahora me siento como un mamífero terrestre.

Quieta, con los ojos llorosos por el suave rocío sobre mi piel y la mezcla de sol y sal, espero otra ola, empapada de la paradoja de surfear: me falta el aire al mismo tiempo que me siento viva. Respiro profundo y entonces llega esa nueva sensación familiar que llena mi pecho: la bajada de leche. Es un cosquilleo interno, una cascada burbujeante de algún milagroso líquido conjurado que ha transformado a mi recién nacido en un bebé rollizo. Esta silenciosa comunicación entre nuestros cuerpos ha gobernado mis días y noches, semanas y meses, desde el momento en que nació. Ya debe ser hora de volver con él.

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Entre la dicha y la perfección. Foto: Beatriz Ryder

No estaba segura de que la maternidad fuera para mí. De hecho estaba bastante segura de que no. La vida hasta antes del embarazo era una vida autocomplaciente, tanto como lo puedes ser cuando tienes 20 años, especialmente cuando la descripción de tu trabajo es ser una “rata de surf”.

Soy hija única de madre soltera. Amo la calma, detesto los horarios y prefiero pasar horas en el océano diariamente. La maternidad no se sentía como una opción natural para mí. Además, pensaba en la sobrepoblación. ¿Qué clase de ambientalista hipócrita elegiría abrumar el planeta con más humanos a los que alimentar, vestir y dar techo? Me preguntaba a mí misma.

Me tomó años superar mi tan norteamericana noción del nacimiento como un evento médico, en un país con la tasa más alta de mortalidad en maternidad en el mundo desarrollado. Y el riesgo de morir por causas relacionadas al embarazo es entre dos o tres veces mayor si eres afrodescendiente o moreno. Cuando quedé embarazada, tuve que repensar el embarazo y el parto como procesos naturales del cuerpo. Encontré excelentes recursos para ello en Spiritual Midwifery de Ina May Gaskin, el documental The Business of Being Born y en el libro Misconceptions de Naomi Wolf.

Pero todavía tenía muchos miedos que trabajar y también muchas preguntas. Sin ningún orden en particular: ¿Cómo voy a balancear la maternidad y mi vida profesional como surfista y escritora? ¿Perderé a mi auspiciador? ¿Tendré tiempo para la exploración creativa? ¿Moriré, o querré morir, por el desgarrador dolor del parto? Y finalmente, ¿resentiré más dar a luz y criar un niño o no haberlo hecho?

Quizás ya es obvio, pero mi sentido de la maternidad estaba relacionado con la pérdida y el sacrificio, con entregar las llaves de la libertad y la aventura. Para mí, la maternidad implicaba una especie de martirio. Imaginaba lo que significaría renunciar, pero no lograba entender la grandeza de sus imperfectos regalos.

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Lauren, su compañero Dave Rastovich y Minnow investigan el acantilado con la esperanza de encontrar trocitos de madera para pasar el tiempo en la arena. Foto: Ted Grambeau

A medida que me acercaba a los 30 años descubrí que el fundamentalismo de mis “-ismos” se suavizaba, como mi vista lo hace ahora. Descubrí una comprensión llena de bemoles respecto de nuestros inminentes desafíos ambientalistas y el papel fundamental que juega el sistema en ello. Como que, por ejemplo, culpar solamente a la sobrepoblación por la crisis ambiental es ignorar la inequidad sistémica, la distribución desigual y el mal uso de recursos ejemplificado en aquellos de nosotros con privilegios.

Con un compañero fuerte, amoroso y apoyador a mi lado, uno que realmente se compromete a compartir por igual el cambio de pañales y las noches en vela, sentí que mi biorritmo cambiaba su paso gradualmente. Tenía menos ganas de viajar, más ganas de jardinear y de desarrollar una relación más profunda con las olas locales y con la comunidad donde vivía ahora, en Northern New South Wales, Australia.

Cerca de ocho meses después, estaba embarazada. Era el verano más caluroso jamás visto en Australia. Tenía náuseas y estaba toda transpirada, pero muy emocionada. Surfeé un poco durante mi primer trimestre, a pesar de las constantes náuseas. Si Serena Williams podía ganar el Grand Slam durante su primer trimestre, entonces yo estaría bien surfeando el mío ¿verdad? Me inscribí en clases de hipnonacimiento y me preparé para un parto en casa aromático y orgásmico. Me llené de “tu cuerpo está hecho para hacer esta misteriosa magia de crear un ser humano y dar a luz”.

Pero, no estaba hecha para el parto.

Tenía placenta previa, una condición poco común donde la placenta bloquea la cérvix (la salida) y la única opción era una cesárea. Generalmente la placenta previa se resuelve sola, pero en mi caso no, lo que significó meses de reposo en cama hasta que llegáramos a la fecha de parto o mi cuerpo se desestabilizara con una hemorragia.

Los siguientes cuatro meses de embarazo se transformaron en una especie de retiro Zen. Quietud de cuerpo y mente. Conducir o reír con muchas ganas podía generar contracciones. Las horas pasaban mientras batallaba con el hecho de que mi débil mente humana no participaba en la mágica división y subdivisión de células. No tenía ningún control, solo la opción de cómo responder a la presencia de incomodidad, dolor y miedo.

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Un campamento madre e hijo por el día en King Island, Australia. Foto: Ted Grambeau

Sin mi refinado set de mecanismos desarrollados a lo largo de la vida para lidiar con el dolor físico —surf, natación, yoga o incluso una caminata un poco más allá de nuestra casa—tuve que descubrir maneras de ir más allá de mis capacidades en distintas formas: dormir, lidiar con el dolor, la incomodidad y mi fortaleza mental.

Tuve que enfrentarme a mis miedos sobre el embarazo precipitadamente, desde el sangrado sin explicación hasta largas noches en el hospital escuchando el sonido de la presión arterial en un monitor cardíaco fetal y, finalmente, una cesárea de emergencia. Después, tres semanas obligatorias en cuidados especiales de neonatología con nuestro pequeño prematuro hasta que llegara al tamaño de un bebé listo para nacer.

Si hubiera estado embarazada en otro momento de la historia de la humanidad, o incluso si hubiera dado a luz en la mayoría de los otros países hoy en día, no estoy segura de si hubiéramos sobrevivido. El acceso al privilegiado sistema de salud australiano, gratis y de alta calidad, significó que no tuvimos la presión extra de adquirir una deuda además de la nueva maternidad y paternidad. Cuando fue evidente que necesitaríamos un parto con cesárea, al que alguna vez temí y demonicé, hasta mis miedos estaban exhaustos y solo me quedaba una infinita gratitud por la salud de mi hijo y la mía.

Toda la trepidación superficial que tenía sobre los cambios en mi cuerpo y mi carrera era insignificante al compararla con el único fin de mantenernos, a mi hijo y a mí, vivos. Una vez que el peligro pasó y ya estábamos en casa sanos y salvos, solo el hecho de ir de compras se sentía casi tan satisfactorio como alguna vez se sintió descubrir olas lejanas.

Más meses se evaporaron mientras estaba sentada, recostada, contemplando a mi bebé o alimentándolo (un año de lactancia equivale a 1.800 horas del tiempo de una madre. Para contextualizar, un trabajo pagado de jornada completa de 40 horas a la semana y vacaciones son 1.960 horas anuales). Recuperé un poco de espacio físico y sentí cómo me expandía de formas que todavía no podía articular.

Como familia, ambos teníamos suerte y éramos privilegiados: acordamos que yo no tendría que volver a trabajar hasta que estuviera lista. Mientras comenzaba mi segundo año de lactancia y trabajaba de manera más regular, comencé a sentir mi cuerpo como una entidad separada nuevamente. Al comienzo, la deprivación del sueño me había empujado a la lejana frontera del agotamiento, la confusión, ira e hilaridad delirantes. A medida que el sueño recuperó cierto grado de regularidad, comencé a apreciar las formas en que el embarazo y la maternidad me estaban transformando.

Sí, perdí mi principal sponsor de surf. Sí, mi cuerpo nunca sería el mismo otra vez. Nada de mí lo sería. Me sentía diferente porque era química y fisiológicamente una persona diferente. Inesperadamente, esa persona se sentía como una versión más enfocada y aterrizada de mí misma.

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Toda sonrisas en una primaveral y azulada mañana en Australia. Foto: Nathan Oldfield

La ciencia antigua y la emergente revelan este proceso de convertirse en madre, o maternescencia, como un estado semejante a la adolescencia, es decir, como un pasaje de crecimiento. Entre los sorprendentes cambios que trae el embarazo están las significativas alteraciones en la anatomía del cerebro y que afectan la manera en que nos relacionamos con los otros y cómo “pensamos sobre lo que pasa en la mente de otra persona”, como se publicó en Scientific American. Para muchas mujeres, la maternidad también representa una transición de un sentido singular de una misma a uno plural. De “yo” a “nosotros”. Y no solo en el sentido familiar, sino global.

Entrevisté a mi amiga y surfista Belinda Baggs sobre esto y ella atribuye el activismo ambiental que abrazó recientemente en su vida a la maternidad. “Para mí, la maternidad creó empatía y conciencia por todo lo vivo en un nivel más profundo… Mi hijo me abrió los ojos hacia la salud del planeta más allá de mi tiempo de vida”, me dijo. “Los efectos de nuestras acciones hoy impactarán el planeta, el suelo, el aire y las formas de vida. Me di cuenta de que no existe ningún trabajo más importante como madre o padre que asegurar que mi hijo esté seguro, feliz y sano”.

A pesar de la historia que se me había mostrado donde la maternidad se relaciona con el sacrificio, mi experiencia tenía muchos más matices. Encontrar tiempo para mi propia creatividad y mis juegos, incluso robándome unos momentos en el baño, generalmente significa que tengo más para darle a mi familia. El privilegio de generar estos momentos no se pierde en mí. Crecí al lado de una madre soltera con múltiples trabajos para llegar a fin de mes. Sólo ahora puedo apreciar completamente lo que eso significó para su bienestar. La maternidad y paternidad nunca han sido para llevarse a cabo en soledad. Es un arte cooperativo. Para que las madres y padres nutran y prosperen, también necesitan de cuidados. Todos necesitamos manos y corazones de una comunidad funcional para hacer esto bien.

Con apoyo a mi lado, me descubrí queriendo quitarme mis limitaciones autoimpuestas. En el agua, mi experiencia con la maternidad me hizo cuestionarme mis límites y quise redibujarlos de manera más creativa, con menos restricciones. Ir más profundo, tomar más olas, ir más rápido. Siempre me consideré una longboarder, pero de repente me di cuenta de que me estaba encasillando en una vida alrededor del surf marcada por la aversión al riesgo. Estaba surfeando para no caer y ya no sería así. Comencé a experimentar con largos medios y encontré la velocidad y la inclinación más atractivas que el movimiento lento y sutil. Me descubrí buscando olas de las que antes dudaba. No me estoy engañando. No estoy surfeando Pe’ahi—y nunca tendré las agallas de Paige Alms— pero mi umbral personal ha cambiado indudablemente.

Durante mi complicado embarazo debí cultivar una columna de calma en mi océano interno. Como cuando te zambulles bajo una ola, hundes tus dedos en la arena y esperas, con calma, en esa franja de agua tranquila bajo la turbulencia.

Lo que emergió fue la capacidad, la necesidad, de poder calmar mi mar interior a medida que el miedo se aproximaba. Esta relación con la incomodidad, de saber (mejor, finalmente) cómo ponerla en su lugar, ha convertido la toma de riesgos en algo más palpable, más entretenido.

Después me sentí físicamente más sólida que nunca, más robusta y resiliente (aunque definitivamente no al comienzo y todavía tengo que trabajar en ello). Levantar el cuerpo y agudizar mis reflejos salvándome de los bordes muy empinados y los proyectiles, es una suerte de entrenamiento para la fortaleza. El verdadero entrenamiento de la fortaleza, que en realidad nunca hice antes, ayudó también. Sí, mi cuerpo ha cambiado, pero quizás es mejor, si acordamos en que mejor significa más capaz.

Mientras el primer año pasaba, sentí la necesidad de reconectar y contribuir con mi comunidad después de desaparecer en la burbuja de la maternidad. Tenía voracidad por la expansión creativa, aunque estaba insegura respecto de mi nueva condición de surfista/escritora sin auspiciador (sin trabajo). Los deseos no eran necesariamente nuevos, pero el foco y la constancia definitivamente sí lo eran. La maternidad me convirtió en una experta en el manejo del tiempo. Finalmente logré lanzar mi propio podcast y escribir el libro que guardé en mi mente durante tanto tiempo. Ambos elaborados durante las siestas.

Principalmente, sentí una nueva apreciación por la relación con el océano. Con este nuevo y profundo amor iluminando mi vida, pude ver con mayor claridad cómo el océano, y toda la vida en el mundo, han satisfecho muchas de mis necesidades que no estaban todavía claras. El océano me ha estado criando todo este tiempo.

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“Esta comunicación sin palabras entre nuestros cuerpos ha gobernado mis días y noches, semanas y meses, desde que nació. Ya debe ser hora de volver con él”. Foto: Ted Grambeau

De vuelta en el lineup, la presión va creciendo y sé que es tiempo de volver. Pero no estoy totalmente lista. Solo una más (o una más, una más). Le doy una mirada de reojo a las otras dos personas en el lineup. Un set de olas se acerca y ambos se deslizan hacia la costa. Rápidamente me bajo el traje, me encorvo y lanzo un chorro de leche sobre la superficie del agua para liberar un poco de presión. Miro estos bizarros y milagrosos chorros eyectados de mi cuerpo mezclarse con el agua del océano. Ahora tengo tiempo (y la comodidad suficiente) para un par de olas más.

Me río de mí misma, pero de repente tengo la clara visión de lo realmente complicada que es la maternidad. El parto es solo el precalentamiento para poder estirarse en todas las direcciones. La maternidad nos invita a hacer cosas que jamás habríamos imaginado, a veces cosas humillantes en público, y quizás las hacemos felices. Como arriesgar ser juzgadas por sacarnos leche por otra ola.

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