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Por qué las áreas salvajes importan más que tú

Michael Ferrentino  /  noviembre 30, 2020  /  Lectura de 7 Minutos  /  Mountain Biking, Activism

El editor adjunto de BIKE Magazine elabora sobre nuestra percepción de tener el derecho a pedalear donde queramos.

A pesar de estar a unas pocas horas por la carretera de unas 30 millones de personas, no es difícil encontrar soledad en la Sierra Oriental de California, en gran parte gracias a las nueve áreas silvestres que se extienden por toda la cordillera. Ken Etzel disfruta de la vista de la Sierra a lo largo de Poleta Canyon Trail en las White Mountains. Foto: Carl Zoch

Nota de Patagonia: Nuestro cometido en Patagonia MTB es conectar y activar a la comunidad del mountain bike como una fuerza protectora de nuestras Tierras Públicas—las tierras por donde andamos—pero nuestros espacios silvestres están bajo amenaza y las especies están disminuyendo su población a un paso alarmante. Proteger esa biodiversidad es la primera prioridad de Patagonia, independiente del deporte o la ubicación, y la Ley de las Áreas Salvajes ha probado ser un excelente estándar para hacerlo. Puedes andar en mountain bike en muchos lugares, pero las especies sensibles solo pueden sobrevivir en su ecosistema específico si este no sufre más que una mínima perturbación. Cualquiera sea el propósito, creemos que cualquier cambio en la Ley de las Áreas Salvajes, especialmente los cambios apoyados por políticos contra la conservación, podría abrir la puerta para debilitarla en muchos frentes, y proteger estos espacios naturales es demasiado valioso como para arriesgarlo simplemente por nuestra búsqueda de recreación.


No había una diferencia perceptible entre el sendero que había estado pedaleando y el sendero que se extendía frente a mí. Sin embargo, había un letrero que colgaba de una delgada cerca de alambre y una escalera de madera para que los excursionistas pudieran trepar. El pequeño letrero amarillo y negro decía: “Límite del Área Silvestre”. Esto fue en algún lugar a lo largo del Pacific Crest Trail en el sur de la Sierra Nevada, al sur de Mammoth, al norte de México, durante un claro día de verano en 1994. Miré a mi alrededor para ver si había excursionistas o gente a caballo, rápidamente pasé mi bicicleta sobre la cerca y seguí pedaleando.

Estaría mintiendo si dijera que esto fue una excepción. Hace veinticinco años, solía pisotear furtivamente las áreas silvestres adjudicándome ese derecho. A veces, los senderos eran realmente buenos. A veces, mi audacia resultaba en una larga y dura caminata que me obligaba a cargar la bici, haciéndola más lenta y mucho más incómoda. Pero eso no me detenía. Sentía que acceder a estas tierras públicas en bicicleta era mi derecho, un derecho social, para una acción totalmente impulsada por humanos que supuestamente dejaba menos impacto que los caballos, tal vez incluso menos que los excursionistas, y era parte integral de la intención original de la Ley de las Áreas Salvajes. Cuando se escribió, en 1964, la Ley de las Áreas Salvajes prohibió los accesos motorizados; no decía nada sobre bicicletas. Eso cambió en 1984, cuando se agregó una enmienda que prohibió el acceso mecanizado, específicamente para abordar la creciente presencia de mountain bikes en las áreas silvestres.

Ya no traspaso furtivamente en la naturaleza. No lo he hecho por mucho tiempo. Algo cambió dentro de mí respecto de cómo pienso sobre la naturaleza. El paso del tiempo me entregó una nueva perspectiva, una mirada que tomó forma al ver tantos lugares prístinos mancillados por el sobreuso. Ya sean las marcas de los neumáticos, las huellas de un zapato de trekking o los autos apiñados en el estacionamiento al inicio de un sendero, todos llevan el mismo mensaje: las consecuencias de nuestras acciones individuales se extienden más allá de nosotros mismos y del aquí y el ahora.

Por qué las áreas salvajes importan más que tú

Las huellas frescas de los neumáticos en una sección húmeda del sendero a las afueras de Trinidad, Colorado. Foto: Carl Zoch

Irónicamente, a medida que mi propia comprensión de la naturaleza se ha ampliado, me veo en desacuerdo con el ánimo actual entre muchos ciclistas, mi gente, que buscan acceso legítimo y legal a algunas áreas silvestres. La que hace más ruido es la Sustainable Trails Coalition (STC), una organización sin fines de lucro que se formó en 2015 después de que una serie de nuevas designaciones de áreas silvestres cerraran el acceso para las mountain bikes a cientos de kilómetros de senderos. En 2016, la STC ayudó a presentar el proyecto de ley del Senado S.3205, o Human-Powered Travel in Wilderness Act, que revertiría la prohibición en todo el país para el uso de bicicletas en áreas silvestres en favor de una determinación caso a caso. A esto le siguió la H.R.1349, de intenciones similares, en 2017 y la S.1695 en 2019.

Nota del Editor: Miembros del congreso que apoyan las leyes S.3205, S.1695. y H.R. 1349 incluyen al Senador Mike Lee (R-Utah), al Senador Orrin Hatch (R-Utah) y al Representante Tom McClintock (R-Calif.), todos ellos forman parte del listado “Top 10 de enemigos de las Tierras Públicas” publicado por el Center for Biological Diversity y tienen algunos de los peores récords de votación en el Congreso.

No me corresponde decirle a nadie cómo actuar o pensar (aunque vale la pena señalar que la transgresión furtiva de la naturaleza se castiga con hasta cinco mil dólares en multas o seis meses tras las rejas), pero creo que debo explicar el cómo y el porqué de mi decisión. Para hacer eso, necesito hablar sobre hechos e ideales.

Los hechos están por todas partes. Los Estados Unidos cubren más de 918 millones de hectáreas, 764 millones de los cuales se encuentran en los 48 estados contiguos. Hay aproximadamente 258 millones de hectáreas de tierras públicas administradas por el gobierno federal en los Estados Unidos; de eso, más de 44 millones de hectáreas se designan áreas silvestres. Eso es solo el 2.7 por ciento del territorio continental de Estados Unidos.

Más datos: Del 97 por ciento restante, cientos de millones de hectáreas están abiertas para los ciclistas de montaña, además de algunos de los 18 millones de hectáreas de tierras fiduciarias estatales y 7,5 millones de hectáreas de parques estatales en todo el país. Según la Asociación Internacional de Mountain Bike (IMBA), en 2018 había 33.100 senderos conocidos en los 50 estados que estaban abiertos para las bicicletas, una red que abarca casi 182.000 km, más del doble del kilometraje del sistema de carreteras interestatales. En una encuesta de 2016, el 76 por ciento de los miembros de la IMBA dijeron que el acceso a los senderos locales había aumentado durante la década anterior. Los senderos legalmente accesibles, en lo que respecta al ciclismo de montaña, son más abundantes que nunca.

La cuestión es que la mayoría de nosotros no dejamos que los hechos afecten nuestro pensamiento. Tomamos decisiones desde un lugar más emocional. Si bien los hechos pueden influirnos, a menudo argumentamos desde nuestros ideales cómo pensamos que deberían ser las cosas. Cuando se trata del mountain bike, podríamos pensar: “Pago mis impuestos, por lo tanto, tengo derecho a andar en bicicleta en terrenos públicos”.

La conclusión a la que llegué, tras muchos años de gozar de mi derecho auto adjudicado, fue que todo mi idealismo era una mierda. Comencé a cuestionar la legitimidad de estos “derechos” percibidos, preguntándome si nosotros, como ciclistas de montaña, merecemos acceso a la naturaleza cuando ya disfrutamos de tanto acceso legal en tantos otros lugares. Mi idea de la recreación como un “derecho” cambió a la de un “privilegio”.

El mountain bike es una actividad recreativa. Puede ser terapéutica, saludable y expandir la mente y el alma. Puede actuar como nuestro conector con la naturaleza. Estamos jugando en nuestras bicicletas en las partes más hermosas de este planeta, y muchos de nosotros lo hacemos con profundo amor y respeto. Pero las bicicletas son juguetes sofisticados, y si pensamos que al montarlas de alguna manera estamos borrando las graves heridas que nuestra especie está infligiendo al planeta, estamos engañándonos a nosotros mismos.

Todo lo que hacemos deja una marca y cualquier intento de justificar su impacto, comparándolo con la gravedad de otros impactos, evita convenientemente el hecho de que todavía estamos dejando una marca. Hay una línea en la Ley de Vida Salvaje que identifica uno de sus propósitos como brindar “oportunidades para la soledad o un tipo de recreación primitiva y no confinada”. Esa es una visión bastante noble.

Pero estas líneas fueron escritas hace mucho tiempo. En 1964 había 3.200 millones de personas en el planeta, mucho menos de la mitad de las que hay hoy día, y nuestro impacto ha aumentado exponencialmente desde entonces. Ahora disfrutamos de la comunicación global a un ritmo que hace 50 años era inimaginable, un nivel de conectividad impulsado por las redes sociales que muestra a las áreas más escasamente pobladas del mundo siendo pisoteadas por nada más que una selfie. Desde 2010, el año en que se lanzó Instagram, las visitas anuales a los parques nacionales han aumentado en más de 46 millones, y algunos parques han pasado de recibir unos pocos miles de visitantes cada año a varios millones.

Dejé de andar en bicicleta en áreas salvajes cuando proteger los hábitats de la vida silvestre, la diversidad biológica y la simple existencia de los espacios naturales en constante desaparición, llegaron a significar más que mi derecho percibido a recrearme. En un mundo de casi 8 mil millones de personas, me parece que este tipo de “recreación ilimitada”, ya sea sobre ruedas, pies o a caballo, es algo que ya no podemos permitirnos tan generosamente, sabiendo que otros nos seguirán y definitivamente dejará un marca.

Esto puede parecer una herejía para cualquier aventurero experimentado, pero mi objetivo ahora es no buscar el horizonte distante, no aventurarme fuera de los caminos más transitados, por el riesgo de que al hacerlo se creen otros nuevos. Ahora, cuando pienso en lo Salvaje con una “S” mayúscula, me imagino un lugar donde los humanos nos moderamos todo lo que podamos. No es que no debamos entrar; debemos hacerlo con cuidado, con respeto y asombro y dejando la menor cantidad de huellas posible, dejando que la naturaleza exista en un estado de gracia esperanzadora.

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