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Todo lo que baja tiene que subir

Johnie Gall  /  septiembre 30, 2020  /  Lectura de 9 Minutos  /  Food, Activism, Comunidad

Melinda Daniels se acurruca bajo la protección de su carpa morada esperando que comience a llover, lo que solo llama la atención cuando se considera el contexto: se encuentra en medio de una granja bajo el intenso resplandor del sol y un cielo despejado.

Los pasantes de investigación, voluntarios y coordinadores se reúnen para bombear percolados de los lisímetros pasivos enterrados bajo tierra durante la Prueba de Sistemas Agrícolas del Instituto Rodale, la comparación de métodos agrícolas orgánicos y convencionales de mayor duración en Norteamérica. Foto: Johnie Gall

Es una fría mañana de otoño y me encuentro conduciendo por una sinuosa carretera campestre a través de la zona rural de Pensilvania. A solo treinta minutos de mi enclave suburbano, la tierra cambia dramáticamente a un mosaico pastoril de verde esmeralda y amarillo quemado, enriquecido por la orina de sedosas vacas negras. Aquí, escondida entre hermosos campos como salidos de cuentos e intermitentemente resguardada por robles, Melinda Daniels se agacha sobre el nivel de un contratista, midiendo la pendiente del suelo bajo sus embarradas botas de goma. En unos momentos, encenderá el aparato detrás de ella, un trípode altísimo sujeto a una manguera, y dejará que un torrente de agua empape la tierra debajo de su carpa que cuelga a dos metros y medio para ayudar a bloquear el viento. Parece una especie de proyecto de riego casero, pero los portapapeles y las herramientas de medición evidencian que se trata de algo más preciso. Esto es una simulación de lluvia que forma parte de un estudio científico más amplio que espera ayudar a resolver un rompecabezas ecológico en curso: cómo la forma en que cultivamos afecta la vida fuera del campo.

Daniels es parte de un grupo de trabajo de científicos, conservacionistas y agricultores reunidos por el Instituto Rodale y el Stroud Water Research Center for the Watershed Impact Trial. Es una aproximación poco convencional y uno de los primeros estudios de este tipo que ofrece una mirada científica a largo plazo a la conexión entre diferentes métodos agrícolas y la salud de nuestros lagos, arroyos y océanos. Hasta ahora, las ciudades y los suburbios han tratado de abordar la emergencia ecológica mediante la implementación de infraestructuras verdes en un intento de frenar la escorrentía, a menudo a través de jardines de lluvia, pavimento permeable, techos verdes y tratamientos de aguas residuales. Los conservacionistas luchan por restaurar los humedales y plantar amortiguadores ribereños a lo largo de la costa de ríos y lagos para evitar que los contaminantes lleguen al agua. Pero esos esfuerzos no están funcionando, al menos no con la suficiente eficiencia. Para llegar al origen del problema, tenemos que ir aún más río arriba.

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Los pasantes de investigación verifican tres veces de qué parcela agrícola proviene su última muestra de agua antes de embotellar el trabajo del día y enviarlo al laboratorio. Foto: Johnie Gall

Las tierras agrícolas representan el 40 por ciento del uso de la tierra en los EE.UU., pero con más personas para alimentar y vestir que nunca, los impactos de la agricultura se han salido de los límites y se han extendido hacia las tierras y aguas públicas. Un informe reciente de la EPA sugiere que los tres mayores contaminantes del agua dulce provienen de la erosión y los químicos tóxicos utilizados por las granjas industriales. Durante las lluvias intensas, el agua que no penetra en el suelo arrastra el suelo suelto a los arroyos y lagos cercanos. En las granjas convencionales, que tratan los cultivos con pesticidas, herbicidas y fertilizantes, el suelo está cargado de un exceso de nitrógeno y fósforo que, combinado con el aumento de la temperatura del agua, crea una especie de superalimento para las algas. Las algas son normalmente una parte saludable de un ecosistema acuático, pero cuando crecen y se descomponen a velocidades tan explosivas, comienzan a succionar oxígeno del agua y crean “zonas muertas” hipóxicas, a veces llamadas mareas rojas, donde pocos organismos pueden sobrevivir. El ejemplo más notorio es la zona muerta del Golfo de México, un área de agua del tamaño de New Hampshire que experimenta la desaparición de especies como resultado de la proliferación de algas alimentadas por la escorrentía química en la cuenca del río Mississippi. Un hábitat normalmente repleto de mariscos, pargos, camarones y corales se ha convertido en un páramo biológico.

Aunque los investigadores han estado al tanto del problema durante décadas, todavía están trabajando para comprender cuán directamente se ve afectado por la agricultura, dice Pat Glibert, profesor del Centro de Ciencias Ambientales de la Universidad de Maryland. “Estamos viendo que este fenómeno ocurre a nivel mundial y con un mayor impacto a medida que cambia el clima”, explica. “Prácticamente todos los sistemas costeros y de agua dulce están experimentando florecimientos”. Las floraciones están proliferando en todo el mundo a un ritmo acelerado, como resultado de la confluencia de granjas más grandes con mayor cantidad de animales y tormentas más fuertes y húmedas provocadas por el cambio climático.

Las aguas enturbiadas por las algas se extienden a lo largo de la bahía de Chesapeake, ahogando los pastos vitales de la bahía y diezmando la cosecha de ostras. Un alga verde azulada que secreta toxinas se propaga por la cuenca occidental del lago Erie, lo que ocasionalmente obliga a los funcionarios a prohibir el nado y pesca, o incluso interrumpir el suministro de agua en Toledo. En 2015, una gran floración tóxica sin precedentes que se extendió desde México hasta Alaska obligó el cierre de las cosechas de mariscos. Los científicos lo declararon un “evento de mortalidad inusual” de grandes ballenas, con más de 30 muertes registradas.

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La coordinadora de investigación de Rodale, Jessica Lang, sostiene muestras de agua tomadas de las reservas subterráneas de Rodale. Bombear en julio significa que las muestras reflejarán la actividad que se ha llevado a cabo en la granja, como la aplicación de compostaje, estiércol y pesticidas. Foto: Johnie Gall

Entre todas esas malas noticias hay algunas buenas: si las amenazas a nuestros sistemas de agua comienzan con la agricultura, también lo harán las soluciones. Al menos eso es lo que Daniels está tratando de determinar mientras traza figuras debajo de su carpa morada. Lo que hace que el Watershed Impact Trial sea tan único es su topografía: con 16 hectáreas 40 acres de terrenos irregulares en el Natural Lands Stroud Preserve en Chester Country, Pensilvania, esta extensa porción de campo permite a los investigadores recrear las condiciones normales de la escorrentía de tormentas a una escala tal que cualquiera de los datos se puedan extrapolar para aplicarlos a los grandes campos. Es una cuenca hidrográfica completa, con un arroyo y toda la tierra que conduce a él, para ser examinada.

“Esta tierra se ha cultivado de manera convencional durante cientos de años, por lo que tenemos excelentes datos de referencia sobre lo que hace ese tipo de agricultura. Ahora estamos haciendo la transición de la tierra a orgánica y recolectando datos sobre el comportamiento del suelo”, dice Daniels.

Investigadores de Stroud y Rodale se juntaron para dividir la tierra en cuatro sistemas de gestión agrícola diferentes y así comparar varios métodos orgánicos y convencionales. Algunas parcelas cultivan heno con productos químicos convencionales comunes, otras lo hacen sin ellos. Algunas parcelas utilizan cultivos de cobertura, otras usan arado. Todas se inclinan suavemente hacia una corriente de agua que atraviesa la propiedad y se adentra en el bosque cercano. Durante un mínimo de seis años, los científicos ejecutarán simulaciones controladas de eventos de lluvia y extraerán muestras de núcleos de suelo en cada parcela, examinando la calidad de la escorrentía, la infiltración de agua y los residuos de pesticidas y herbicidas en los cultivos y en el agua.

El estudio se encuentra solo en su segundo año, por lo que aún no hay datos publicados, pero mientras caminamos por campos escarchados, la evidencia está justo debajo de nuestros pies. La tierra orgánica es vibrante, oscura y esponjosa, mientras que la tierra tratada con químicos tóxicos casi se ve enferma, pálida y llena de grietas y charcos. De hecho, si colocas un puñado de cada tipo de suelo en un recipiente con agua, el suelo químicamente empobrecido simplemente se rompe y se deposita en el fondo, mientras que lo orgánico conserva su forma.

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Cuando la agricultura se encuentra con la ciencia, fíjate dónde pisas. La pasante de investigación Sarah Gray desaparece en un campo de maíz para recolectar muestras de agua (después de advertirle a nuestra escritora sobre la hiedra venenosa). Foto: Johnie Gall

“Los mismos sistemas microscópicos que fascinan a la gente en sus propias entrañas también funcionan en el suelo”, dice Daniels. “El suelo sano contiene un rico microbioma que suelta este exudado biológico que lo mantiene unido, actuando como una esponja para el agua y uniendo al suelo cuando llueve. En nuestras pruebas iniciales, lo que encontramos fue realmente sorprendente: el suelo orgánico, al menos en terreno plano, tiene más del doble de capacidad de infiltración que el suelo convencional ”.

A medida que el cambio climático da paso a tormentas más fuertes y períodos más prolongados de sequía, un suelo orgánico saludable es una póliza de seguro a largo plazo. Resiste la erosión y evita que los cultivos y arroyos se sequen durante las temporadas de poca lluvia y deshielos. Es más resistente a los impactos de las inundaciones y los brotes de enfermedades. Incluso tiene el potencial de secuestrar y almacenar carbono de la atmósfera. Todo esto está muy bien en teoría, pero la agricultura es un negocio. Y como cualquier negocio, las decisiones a menudo se reducen a la obtención de ganancias.

Quizá nadie sepa esto mejor que Jeff Moyer, director ejecutivo del Insituto Rodale y miembro fundador de la junta directiva de Pennsylvania Certified Organic. Sentados en un ruidoso vagón y remolcados por un tractor verde a través de los terrenos de la granja que administra, admite que las decisiones que él y otros agricultores toman para el cuidado de sus suelos deben tener un sustento científico basado en datos en los que puedan confiar.

“La realidad de lo que está sucediendo en tus campos es lo único que importa en la agricultura”, dice Moyer, ajustándose un par de anteojos con montura metálica debajo de una gorra de béisbol notoriamente abatida por el clima. “En los EE.UU. y en todo el mundo, la demanda de alimentos y fibras orgánicas está aumentando. Los agricultores que están en transición a los sistemas orgánicos regenerativos están reinvirtiendo en sus tierras y asegurando que su suelo estará allí para producir alimentos durante mucho tiempo en el futuro. Al mismo tiempo, están invirtiendo en sus comunidades, en el agua que bebemos y el aire que respiramos. Pero los agricultores no quieren solo asumir que las prácticas orgánicas regenerativas ayudarán a sus negocios o mejorarán la calidad del agua incluso más allá de sus comunidades. Quieren ver todo eso documentado y obtenido con buenos estudios”.

Los investigadores y los conservacionistas pueden proponer soluciones técnicas para la salud del suelo, pero alguien tiene que poner en práctica esos planes, razón por la que el coordinador de conservación de cuencas hidrográficas de Stroud, Lamonte Garber, cree que los agricultores son una parte tan esencial—y a veces ignorada—entre los interesados a la hora de averiguar cómo se conectan las piezas de este rompecabezas.

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El voluntario de investigación, Rahul Inaganti, bombea agua de un lisímetro durante una calurosa tarde de julio. Las muestras serán analizadas por investigadores para detectar pesticidas y actividad biológica. Foto: Johnie Gall

“Los agricultores son nuestros asesores para la puesta en marcha de estos proyectos de investigación. Podemos diseñarlos con ojo científico, pero perder de vista por completo algunos aspectos de la producción de cultivos o los tiempos apropiados para las gestiones agrícolas ”, dice Garber con entusiasmo. “Los profesionales de la conservación pueden tener grandes ideas, pero una gran idea no sirve de nada si no se implementa”.

Eso es lo que hace que el Watershed Impact Trial sea único: debido a que los datos se recopilan en terrenos irregulares con altos y bajos y a una escala tan grande, los resultados irán más allá de la ciencia del suelo y del agua para comprender mejor los efectos que los diferentes sistemas tienen en el agricultor. Al documentar el rendimiento de los cultivos y el uso de energía y emisiones durante los próximos seis años, los investigadores esperan producir un conjunto de datos que permita a los agricultores tomar decisiones más informadas sobre la gestión de la tierra y abogar por métodos agrícolas más sustentables, como los orgánicos y los orgánicos regenerativos.

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La coordinadora de investigación de Rodale, Jessica Lang, monitorea la recolección de muestras de agua mientras sus internos reparan una bomba rota en el camión. “Siempre hay algo que arreglar”, se ríe. Foto: Johnie Gall

“Nuestro trabajo es ser la parte imparcial que evalúa los impactos de la agricultura, ya sea que lo orgánico sea mejor o peor que lo convencional. Pero es importante contextualizar los datos”, agrega Daniels. “Podemos encontrar que la agricultura orgánica sin labranza es la práctica más limpia en términos de preservación de la calidad del agua, pero también podría ser la más costosa para el agricultor”.

“Tenemos que unir a conservacionistas y líderes agrícolas para proteger nuestras tierras públicas y nuestra salud pública”, dice Diana Martin, directora de comunicaciones del Instituto Rodale. “Es hora de hacer de la agricultura orgánica un acto radical de conservación”.

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