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La paradoja de Schrödinger’s Peak

Tony Butt  /  Feb 19, 2019  /  9 Min Read  /  Surfing

La Caldera: big, windy and empty. Photo: Miguel Arribazalaga, 2013

Falta cerca de una hora para que anochezca. El spot fue mucho más fácil de encontrar de lo que había pensado, a cinco de minutos del camino principal y de fácil y buena visualización desde un acantilado. Un par de semanas antes, un amigo me contó que había visto “algo rompiendo” a lo largo de esta sección de la costa. Esto debe ser, pensé. Las olas no parecían nada especial: poco más de un metro y aterrizaban en un reef antes de retroceder hacia aguas profundas. No tenía idea si esta ola había sido corrida antes o, incluso, si se podía surfear.

Decidí darle un intento. Bajé a una pequeña playa al final de un ventoso camino por el acantilado, desde donde calculé que tomaría unos diez minutos remar hasta donde rompía. Tomé dos tablas y dejé una en la playa. Si quebraba una, pensé, podría remar de vuelta rápidamente y cambiarla por la otra.

Al final, me tomaron buenos diez minutos para pasar la rompiente y otros veinte para salir hasta el lineup. Una vez ahí, miré atrás. La playa desde la que había partido remando ahora parecía una pequeña franja de arena a la distancia, rodeada de espuma blanca y rocas grises. Y lo que se veía como olas de poco más de un metro que “aterrizaban en un reef” más bien eran de casi 2 metros y medio y azotaban contra una placa que parecía hervir por todos lados. También recuerdo haber estado molesto conmigo mismo por estar nervioso y no disfrutando ese hermoso ocaso anaranjado mientras el sol desaparecía detrás de las montañas.

Corrí una ola y me devolví. Cuando llegué a la playa subí a mi auto y me cambié de ropa en total oscuridad. Olvidé mi otra tabla, por lo que tuve bajar nuevamente buscando a tientas el camino. Le sonreí a un pescador cuando volví a subir, pero él solo me miró taciturno. Tal vez me vio como competencia, no le gustó que usara su océano, o tan solo le disgustaban los afuerinos.

No me importó. Me apuré en llegar al pueblo, busqué un surf shop y pregunté cuál era el nombre de esa ola, y si es que alguien la había corrido. No tenían idea de lo que estaba hablando. Me pareció bastante extraño, así que compré una cera y me fui. Por el resto de la tarde deambulé retraído por el pueblo, preguntándome si lo que había hecho tenía el más mínimo significado.

Looking for the best channel to paddle out through. Photo: Juan Fernandez, 2004

Buscando el mejor canal para remar. Foto: Juan Fernández, 2004

Después de esa primera sesión, fue lo único en lo que pude pensar por días. Si realmente era un buen spot para surfear, y estaba convencido de que probablemente lo fuera, ¿por qué no había gente que ya lo surfeara? Después de todo, estaba a simple vista desde el acantilado, cerca de un pueblo nada de chico, en una sección de la costa que tiene una boyante cultura de surf. Me sentía como un niño que había descubierto un nuevo lugar para jugar, desconcertado porque no había otros niños jugando ahí.

La verdad es que lo que realmente sucedió fue un poco azaroso. Resultó que la ola era bien conocida por la población surfista local. Ellos sabían de su existencia desde al menos 15 años antes de que yo llegara, pero nadie mostraba interés por remar hasta ella y probarla. Para la mayoría, Schrödinger’s Peak era un lugar impredecible, peligroso e inaccesible, que no valía el esfuerzo o el riesgo. Pero eso también significaba que nadie había hecho el trabajo de verla de cerca bajo diferentes combinaciones de oleaje, viento y marea. Por lo tanto, los días buenos pasaron desapercibidos y quedaron escondidos bajo un velo de aguas turbulentas, rocas y falta de interés.

Una semana después, convencí a un amigo de que la remara conmigo. El swell estaba mucho más ordenado que el primer día y me sentí mucho más seguro. Nos las arreglamos para pasar las rocas del otro lado del break desde la primera playa, encontramos un lugar desde donde saltar y corrimos unas cuantas olas cada uno. Éramos como un ciego guiando a otro, tanteando el camino en territorio desconocido. Mi amigo concordó en que el lugar tenía buen potencial como surf spot, pero tenía la duda de si se podía surfear en condiciones más grandes que las de esas dos primeras sesiones. Digo ¿desde dónde remarías? Y ¿cómo volverías a entrar? ¿Qué harías si pierdes la tabla? Tal vez, en definitiva, Schrödinger’s solo terminaría en mi lista de olas probadas y olvidadas, y ese primer día, tan emocionante en ese momento, se convertiría solo en un recuerdo distante.

Eso fue el 2004. Ahora, en 2018, Schrödinger’s no está para nada olvidada, y el recuerdo de ese primer día no es para nada distante. De hecho, al mirar atrás y pensar en mi “primer descenso” en Schrödinger’s Peak, puedo decir que fue uno de los momentos clave de mi vida como surfista.

Early session at the inside reef, La Mesita. Photo: Juan Fernandez, 2004

Sesión mañanera en el reef interior, La Mesita. Foto: Juan Fernández, 2004

Por los siguientes dos o tres años tuve un montón de sesiones solo, principalmente con swells más bien pequeños. En los días más grandes generalmente me sentaba a mirar por horas, tratando de darle sentido a lo que parecía ser una confusa mezcla de picos irregulares, olas que desaparecen entre rocas dentadas y ningún lugar donde escapar si es que te ves atrapado ahí. Me tomó bastante tiempo darme cuenta de que había un segundo reef, más afuera y hacia un lado del que había estado surfeando. Esa cresta exterior era, en realidad, mucho más predecible y menos terrorífica que la interior, aunque rompía más grande. Con el swell correcto la cresta exterior conectaba con la interior, entregando un paseo más largo y la posibilidad de conducir la tabla a través de una veloz sección interior.

Comencé a aventurarme en días más grandes con una tabla más grande. Gradualmente empecé a ver un canal por aquí, una apertura por allá y, paso a paso, los días grandes comenzaron a verse mucho más prácticos. Con la combinación correcta de swell y marea, y periodos de calma suficientemente largos entre cada set, podías surfearla mucho más grande de lo que pensé originalmente. En los días más grandes no me arriesgaría a saltar desde las rocas, sino que remaría por 25 minutos desde la misma playa del primer día. Una vez afuera sería mucho más cuidadoso de tomar solo las olas en que estaba seguro de tener éxito. En días grandes con marea baja podías ver cómo el agua parecía hervir, arremolinada, al fondo de la ola, lo que le daba al lugar una cuota extra de terror. Por eso, nombré a la ola exterior como La Caldera, y a la interior La Mesita, por sus condiciones similares a un slab.

A bigger day at La Caldera. Photo: Fran Sanchez, 2008

Un día grande en La Caldera. Foto: Fran Sánchez, 2008

Mientras el “mapa” se revelaba solo, empecé a ver cosas que nunca imaginé al principio. Desde lo que al comienzo parecía un revoltijo indescifrable de aguas blancas, rocas y corrientes arremolinadas, emergía un claro diseño, que contenía secciones rápidas, secciones lentas, boilers, bubbles, rips, canales y zonas para evitar a toda costa. Era como escuchar una compleja pieza musical o una lengua nueva: al principio todo lo que escuchas es una metralla de sonidos distorsionados, pero de a poco aprendes a aislar esos sonidos y darles sentido. En esta etapa, sabía que me estaba encariñando con Schrödinger’s Peak. Había ido desde no saber nada de ella, hasta familiarizarme con cada parte de su anatomía, todos sus cambios de ánimo de un día para otro y su comportamiento con cada combinación de viento, marea y swell.

Por cerca de ocho años tras esa primera sesión, mi principal problema era tener algo de compañía en el lineup. Llamaba y enviaba mensajes frenéticamente a surfistas amigos de toda la costa. Si ellos no podían, les rogaba que preguntaran en caso de que alguien más estuviera interesado. Si nadie venía, a veces remaba yo solo, pero otras veces solo me sentaba en el acantilado y surfeaba esas olas con la mente. En cualquier caso, siempre aprendía algo nuevo.

Muchos de los surfistas que me acompañaban eran aún relativamente inexpertos en olas grandes pero eran buenos surfistas, nadadores fuertes y, en algunos casos, de la mitad de mi edad. Entonces les prestaba tablas y leashes, les mostraba dónde empezar a remar, dónde tomar la ola y cómo entrar. Muchos fueron y vinieron, y un pequeño grupo comenzó a volver de forma regular.

Taking a left at La Mesita while the Caldera is just capping. Photo: Andrés Suarez, 2011

Tomando una izquierda en La Mesita mientras la Caldera desaparece. Foto: Andrés Suárez, 2011

No tenía sentido mantener Schrödinger’s Peak en secreto. Para mí, eso habría significado estar aún más solo ahí afuera. Más importante, sentía que no tenía derecho de privar a otros surfistas de conocerla. No soy una persona competitiva, y siempre me he sentido mejor compartiendo mis descubrimientos que guardándolos sólo para mí. Al mismo tiempo, tampoco se sentía bien sobreexponer el lugar. Si se sobre poblaba y empezaba a atraer a personas agresivas e irrespetuosas, sentía que habría estado traicionando a quienes pusieron ese gran esfuerzo inicial para mantener un buen ambiente en el lineup.

Como si eso no fuera suficiente, había otro dilema. Uno sobre el que había discutido muchas veces con mis colegas en Save the Waves. ¿Qué pasaría si Schrödinger’s Peak de repente se viera amenazada por algún tipo de intervención costera? ¿habría interés suficiente en la comunidad surfista para salvarla? Si no, ¿no hay más alternativa que darle más exposición al spot y, en el proceso, arriesgarse a arruinarlo llenándolo de surfistas?

El problema salió a la luz con el famoso caso de Jardim do Mar en la isla de Madeira. Antes de que la revista Surfer publicara un artículo en 1994, el mundo ignoraba que ahí había una ola de clase mundial. Jardim do Mar era una pequeña aldea aislada al final de un acantilado gigantesco en una pequeña isla del Atlántico Norte. Antes de 1994, el puñado de surfistas europeos y americanos que había estado yendo a Madeira había sido bastante hermético sobre ella. Entonces, cuando el gobierno decidió construir una enorme defensa que interfería dramáticamente con el borde costero natural y casi destruyó la ola, la comunidad surfista no tenía el poder de negociación para detenerlo. En La Joya Perdida del Atlántico, Sam George, editor de la revista Surfer en ese momento, dijo:

“Los surfistas tienen un apetito voraz de ver artículos y fotos sobre nuevos lugares. Por otro lado, ellos no necesariamente quieren que esos lugares se exploten, porque no quieren que otros surfistas –como ellos– vayan ahí. Aún estaba ese ‘Ooh amigo, no digas dónde es’. Y yo diría que eso probablemente contribuyó poderosamente a la frustración que podrías experimentar al tratar de juntar a las personas para proteger un lugar como ese”.

Entonces, de acuerdo a algunos, si te preocupa que una ola y una costa que amas puedan arruinarse por algún tipo de intervención humana en el futuro, deja que el mundo sepa de ella. De esa manera, si y cuando llegue ese momento, tendrás suficiente poder para hacer lobby y detenerla. Pero de acuerdo a otros, nunca deberías divulgar o contarle a mucha gente sobre un surf spot, porque eso podría arruinarlo con sobre población. Después de todo, un exceso de personas viniendo a disfrutar un lugar también puede ser considerado como una forma de intervención humana.

Nunca sabré lo que es haber nacido y crecido cerca de una buena ola, o haber vivido toda mi vida en un lugar que ame. Pero tal vez tener el privilegio de poder nutrir un surf spot desde su nacimiento, verlo cobrar vida de a poco y verlo madurar por más de una década, pueda traer una sensación similar de apego. La primera vez que tropecé con Schrödinger’s Peak no sabía ni siquiera si era surfeable, pero ahora sé que en el día indicado puede ser una ola grande de clase mundial. Sería muy triste si alguna forma de intervención humana me quitara la magia que Schrödinger’s Peak aún tiene para mí, todos estos años después de ese primer e inocente día.

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